miércoles, 19 de junio de 2013

Las aventuras y desventuras de Modesto López (I)

Algo debía estar pasando en mi cabeza, se repetía Modesto... algo debe estar cambiando con el paso de los años.
El cerebro está programado para engañarnos, para que no reparemos en el paso del tiempo, en la gran tragedia que supone ir quemando etapas. El cerebro se encarga de hacernos creer que la cara que nos devuelve el espejo todas las mañanas es la misma, es la de la misma persona, somos nosotros. El cerebro es un puto zorro en esto del engaño, de hecho, es su función principal, el engaño.
Ese pensamiento recurrente de que los que cambian son los demás, son las ciudades, los coches, los teléfonos móviles, pero nosotros no. Nosotros seguimos siendo como nuestro espejo nos muestra, como nuestro cerebro nos dice; imagen que, curiosamente, coincide con nuestra mejor fotografía, con nuestro lado bueno.
El cerebro de los demás funciona igual que el nuestro. ¡Están conchabados los cabrones! el plan es que nadie diga nada, nadie pare un momento, se plante delante de sí en el espejo y pida explicaciones. El plan es que todos tengamos una sonrisa cabrona y a hurtadillas cuando vemos a un antiguo compañero de clase que se ha quedado calvo, está tirando a gordo, tiene ojeras y, esto suele ser a gusto del consumidor, su mujer le ningunea y además se folla al profesor de inglés de su hijo.

Modesto sabía qué estaba cociendo su cerebro. A él no podía engañarle. Modesto era consciente del engaño vital, del engaño que supone la vida, del engaño que representa tener una opinión, un gusto, una erección. Modesto sabía, porque se aupó a hombros de gigantes, que nadie se baña dos veces en el mismo río.
Modesto creía atisbar, cada mañana, una arruga más en su frente, una pequeña mancha ocre más en sus manos. Modesto presumía de haber asesinado al niño que fue, de haber guardado el cadáver entre las páginas de un libro de Byron y de tenerlo controlado en una de las cajas del trastero. Modesto creía no sorprenderse con ninguna de sus opiniones, ni siquiera con las que aparecían tras una tormenta de alcohol, Modesto creía tener atrapado en un rincón de su cerebro a su verdadero yo, el yo incorrupto, inviolable, infranqueable, impermeable, impertérrito, imperfecto, inerte.

Muchas mañanas pasó Modesto, desnudo al salir de la ducha, delante del Modesto del espejo mirándole, escudriñando, retándole a que le engañase, sabedor de que eso era imposible. El Modesto real esbozaba una sonrisa que, el Modesto del espejo no devolvía. Pero esa mañana ocurrió...

El 'te quiero mucho' que musitó velado en sueños su chica aquella mañana cuando Modesto se vestía para ir a trabajar llegó como una jodida tormenta, como un maldito huracán que se lleva todo lo inservible, incluyendo vidas, y deja la tierra rasurada, lista para volver a albergar vida. Esa frase removió estratos del cerebro de Modesto que llevaban años inmóviles, escondidos, callados, sepultados.
El 'te quiero mucho' de su pareja hizo descender a Modesto al reino de los humanos, al reino de la mentira, de los velos y las arrugas invisibles; a la tierra de la eterna juventud, de las opiniones perfectas y verdaderas. Esa maldita frase entró como un aguijón.

Ni siquiera tuvo fuerzas para responder... ¿qué se yo? un 'y yo a ti', le flaquearon las piernas y las cuerdas vocales, se equivocó incluso atándose los cordones de las zapatillas. Prefirió no mirarse en el espejo esa mañana.

Y así, sin siquiera haberse lavado la cara, Modesto salíó de su casa dirección al trabajo.
La mañana estaba fría, y encapotada.
Modesto, ante la duda, decidió salir de casa con el paraguas, por si acaso llovía.




No hay comentarios:

Publicar un comentario