Ésta es la foto: camino rápido hacia un bar para tomarme un vino con mi colega el moro; la tarde está fría de cojones, es una de esas tardes típicas de invierno de ciudad de interior. Hay algo de niebla también, niebla meona. Ya es de noche, y la respiración de la nariz produce tanto vaho como la de la boca. Es como fumar de esos cigarrillos inocuos, insípidos, sin combustión. Paso cerca de unas casas bajas, emparejadas; la puerta de una de ellas se abre. Tienen dos escaloncitos para bajar a la acera; la acera es su entradita. Sale primero una mujer muy mayor, no sé estimar bien las edades, pero pongámosle unos ochenta años a esta señora. Va como engullida por un abrigo negro que se la va comiendo poco a poco, sólo asoma su cabeza y su pelo blanco; bueno, no, gris plateado. Lleva una maleta en la mano que, a juzgar por cómo la levanta, no debe llevar muchas pertenencias, al menos, no muchas materiales, puede ser que vaya repleta, pero de otras cosas, de las que no pesan. La sigue otra señora que, intuyo que debe ser familiar, y, qué cojones! me la juego, es su hija.
Ninguna de las dos habla en el tránsito de los dos escalones. Parece como si aprovecharan ese pequeño descenso para aclimatar sus cuerpos a la niebla meona de fuera. Tampoco ríen, sólo descienden...
Cuando llegan a ras de suelo, la octogenaria deja su maleta en el suelo, se gira y se funde en un abrazo con su hija. La octogenaria cierra los ojos, la hija no.
Durante todo mi tránsito por esa calle siguen abrazándose. Las sobrepaso y el abrazo continúa. Puedo observar que es la mujer mayor la que lleva la iniciativa, es la que lo ha iniciado, es la que lo está llevando a cabo, como debe ser, con los ojos cerrados, como con mucha introspección. Es a la que se le nota en la falta de riego en las manos, que está apretando el cuerpo de su hija hacia sí con todas las fuerzas que le quedan después de ochenta años. Su hija es un pelele en tal situación, mantiene el tipo, no cierra los ojos y sólo se deja abrazar.
Aprovecho un semáforo en rojo (para los peatones) para pararme y mirar disimuladamente atrás, como queriendo formar parte de ese abrazo. Habrá quién no me crea, pero cuando me giro, el abrazo no ha acabado aún; de hecho dura casi todo el semáforo en rojo (para peatones). Pero llega un momento en que la octogenaria, finalmente, abre los ojos y, por esas cosas del destino, mira hacia donde estoy yo. Me mira, y la miro...
Ahora también me la voy a jugar, qué cojones! La octogenaria sabe perfectamente que es el último abrazo que va a dar a su hija. Se acabó la navidad y ella vuelve al pueblo, a su casa, a sus cosas. Sabe que para la navidad que viene no va a estar en casa de su hija, no la va a poder abrazar y por eso quiere exprimir bien ese abrazo. El abrazo es callado, ninguna de las dos habla, no hay mucho que decir. La ocasión merece hacerlo con los ojos cerrados, para que los cuerpos se entiendan en otro código, para que los cuerpos resuenen. Merece utilizar fuerzas que pensó que ya no tenía para abarcar firmemente el cuerpo de su hija y llevar las riendas, al fin y al cabo ella es la madre. Merece ser un abrazo de tarde de invierno, con niebla meona y con vaho en las respiraciones. Merece ser un abrazo apoteósico, explosivo, y merece intimidad. Ésto último lo quería la hija, quería que se produjese todavía dentro de la casa, con la puerta cerrada. Pero la octogenaria que pocas veces se ha rebelado en su vida, ésta vez sí lo hace, decide bajar los dos escalones, girarse con la parsimonia pertinente, posar la maleta en el suelo y proceder. Proceder en mitad de la calle, en mitad de la ciudad, en el puto centro del universo. La ocasión lo merece.
La octogenaria sabe que no habrá más abrazos como ese. Yo lo sé. La hija no estoy seguro... creo que le sobrepasa un poco la situación.
Hubiese hecho una foto, para mi, no de las de enseñar, pero me dio vergüenza. He decidido escribirlo para mantener la no-foto en mi memoria más de lo habitual (un par de segundos) digo esto por lo siguiente: que se pudra en el infierno el que vea en estas lineas un burdo intento de veinteañero de juntar cuatro putas palabras buscando empatía y/o lágrimas fáciles. Que se pudra en el infierno y que se lea algún manual que le explique lo tonto/a que es.
A mi la foto me apenó, me dio un poco de miedo, me alegró en cierto modo y me pareció cruda, como la tarde. Luego, buscando unas cosillas en internet, vi esta foto:
No sé qué tipo de mirada tendría ese portero en ese momento. Pero me juego el próximo vino a que no debía ser muy distinta a la de la octogenaria.
Ahora, como experimento rarito, me pondría una canción alegre, por ejemplo de la creedence, y pensaría en ello un poco más. Resultado probable del experimento: primero un cosquilleo raro en el cuerpo, luego un temblor casi imperceptible, de nuevo miedo, y acordes mayores, que la creedence sabían utilizarlos como nadie.
Pié de foto: al final, me tomé unos botellines con el moro en vez de vino, y en el camino de vuelta a casa, aún no había olvidado la foto. Es muy raro en mi, pero aún ahora, sigo viendo claros los ojos de la octogenaria, en cuanto llegue a casa me pincho a la creedence.